“Si logramos que de las relaciones de amor desaparezca el ciego, exigente y absorbente sentimiento pasional; si desaparece también el sentimiento de propiedad lo mismo que el deseo egoísta de ‘unirse para siempre al ser amado’; si logramos que desaparezca la fatuidad del hombre y que la mujer no renuncie criminalmente a su ‘yo’, no cabe duda que la desaparición de todos estos sentimientos hará que se desarrollen otros elementos preciosos para el amor. Así se desarrollará y aumentará el respeto hacia la personalidad del otro, lo mismo que se perfeccionará el arte de contar con los derechos de los demás; se educará la sensibilidad recíproca y se desarrollará enormemente la tendencia de manifestar el amor no solamente con besos y abrazos, sino también con una unidad de acción y de voluntad en la creación común.” Con esas palabras, Alexandra Kollontai cerraba su Carta a la Juventud Obrera de 1921, también publicada como El amor en la sociedad comunista.
Su voz fue una de las tantas que se alzaron en los primeros años de la Revolución Rusa de 1917 para debatir sobre el amor, el matrimonio, las uniones libres, la sexualidad, la extinción de la familia, la socialización del trabajo doméstico, la educación de los niños, el derecho al divorcio y al aborto, entre tantas otras cuestiones que hacen a la vida cotidiana. Y estos debates, sus avances y retrocesos, el desgarramiento entre una sociedad nueva por nacer y la vieja sociedad reaccionaria y opresora que se derrumbaba, se describen y analizan en La mujer, el Estado y la revolución, una exhaustiva investigación de la historiadora norteamericana Wendy Z. Goldman que, por primera vez se presenta en castellano en esta edición conjunta de la agrupación de mujeres Pan y Rosas y Ediciones del IPS.
El amor en tiempos de revolución
¿Cómo crear una legislación para un estado que se concebía, desde su inicio, destinado a perecer? El Código Civil de 1918, resultante de profundos debates y estudios de juristas, intelectuales y dirigentes bolcheviques, no tenía parangón en la legislación más avanzada de los países centrales europeos. Y, sin embargo, como señala Wendy Z. Goldman, “a pesar de las innovaciones radicales del Código, los juristas señalaron rápidamente ‘que esta legislación no es socialista, sino legislación para la era transicional’. Ya que este Código preservaba el registro matrimonial, la pensión alimenticia, el subsidio de menores y otras disposiciones relacionadas con la necesidad persistente aunque transitoria de la unidad familiar. Como marxistas, los juristas estaban en la posición extraña de crear leyes que creían que pronto se convertirían en irrelevantes.”
Garantizar la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, pero especialmente trabajar en la transformación radical de todo aquello que obstaculizara la igualdad ante la vida, donde las mujeres permanecían esclavizadas en el embrutecedor trabajo doméstico, víctimas de opresivas costumbres ascentrales que era necesario arrancar de raíz de la cultura y la vida social soviéticas. Nada de esto podía resultar una tarea sencilla en medio de la guerra imperialista, la guerra civil, las sequías y hambrunas que asolaban al naciente estado obrero. Sin embargo –como señalamos en el prólogo a La mujer, el Estado y la revolución- “las dificultades no eran óbice para un pensamiento audaz de los dirigentes bolcheviques, que sobrevolaba por encima de los aprietos que imponía la realidad. (...). La vida privada era un objetivo de la revolución en curso, como si aquella otra consigna de que ‘lo personal es político’, levantada por las feministas de los años ’70, se encontrara anticipada en las ideas que el bolchevismo tenía sobre la emancipación de las mujeres.”
Ellos y ellas se atrevieron, no sólo a tomar el poder, sino a tomar el cielo por asalto, pensando nuevas formas de relaciones humanas, despojadas de la coerción, la represión, el despotismo y la mezquindad familiar. Imaginaron que el comunismo no era sólo una asociación de productores libres sino también una sociedad donde, como dijera el sociólogo Vol’fson, parafraseando a Engels, “la familia será enviada a un museo de antigüedades, donde yacerá junto a la rueca y el hacha de bronce, a la calesa, la máquina de vapor y el teléfono de cable.”
El amor en tiempos de reacción
¿Y no es acaso ese tesón y esa confianza en las ideas revolucionarias uno de los aspectos más valiosos de estas experiencias que subvirtieron la vida de millones de hombres y mujeres?
Fue necesaria la derrota de los levantamientos revolucionarios de los obreros de la moderna Europa; la persecución y el aislamiento en cárceles, campos de trabajo forzoso; fueron necesarios el exilio, los juicios fraguados y el fusilamiento de miles de estos revolucionarios para que –paradójicamente- en nombre del socialismo, se limitara el desarrollo de la socialización de los servicios de guarderías, lavaderos y comedores, para que se desenterrara el culto a la familia, para que se estableciera que el matrimonio civil era la única forma legal de unión frente al Estado, para que se suprimiera la sección femenina del Comité Central del Partido Bolchevique, para que se volviera a penalizar la homosexualidad como en tiempos del zarismo y se criminalizara la prostitución, para que se prohibiera el aborto y se desacreditaran las ideas que se debatían ardientemente en los primeros años de la revolución.
La reacción stalinista no tenía nada en común con las mejores tradiciones del socialismo, que impregnaron de un espíritu profundamente libertario los primeros debates de los revolucionarios rusos. Más bien, el stalinismo era todo su contrario y miles de deportados, presos y asesinados lo atestiguaron con sus vidas.
Encabezamos el prólogo de esta obra de Wendy Z. Goldman con una frase de Trotsky que dice: “todo el que se inclina ante los hechos consumados es incapaz de preparar el porvenir.” La burocracia stalinista se inclinó ante los hechos consumados, pero pérfidamente, haciendo de la necesidad, virtud, llamó a esto, “socialismo”. Éste ha sido, quizás, el crimen más grotesco, siniestro y de consecuencias más graves para los explotados y oprimidos. Como señala Wendy Z. Goldman, contra la reacción emprendida por el stalinismo –que, en cuanto a la política familiar y la vida social no se fundaba en ninguna limitación económica, sino en condicionamientos exclusivamente ideológicos-, “la tragedia de la reversión en el campo de la ideología no fue sencillamente el haber destruido la posibilidad de un nuevo orden social revolucionario, aunque millones habían sufrido y muerto precisamente por este motivo. La tragedia fue que el partido siguió presentándose como el heredero genuino de la visión socialista original. (...). Y la tragedia más grande de todas es que las generaciones subsiguientes de mujeres soviéticas, desheredadas de los pensadores, las ideas y los experimentos generados por su propia Revolución, aprendieron a llamar a esto ‘socialismo’ y a llamar a esto ‘liberación’.”
El amor en tiempos de restauración
De esto ya no habla el libro de Wendy Z. Goldman. ¡Pero qué bueno es un libro cuando nos hace pensar sobre aquello que dice y nos abre algunas pistas sobre lo que no dice! ¿Estamos mejor o peor que en tiempos de la revolución rusa, hace casi un siglo atrás? Nunca antes, como en el período del neoliberalismo, los derechos de las mujeres, de las minorías, de la infancia, el respeto de las identidades y la libertad sexual se difundieron y cristalizaron en leyes, instituciones, organizaciones no gubernamentales, protocolos internacionales, etc. Pero paradójicamente, mientras hasta las instituciones financieras internacionales tienen sus “secretarías de género y desarrollo”, los planes económicos y las políticas neoliberales provocaron que los antiguos vejámenes contra las mujeres se convirtieran en ingentes negocios, como por ejemplo, la prostitución y la trata de mujeres para la explotación sexual, la pornografía, etc.
En el mundo contemporáneo, el capitalismo se solaza en modelos puritanos de reaccionarios y fundamentalistas, al tiempo que desarrolla el mayor mercado legal e ilegal jamás conocido para el goce ilimitado del individuo; discute y avanza sobre derechos de los más desprotegidos y, al mismo tiempo, dispone de todas las posibilidades para violarlos sistemáticamente. Propone nuevos modelos de relaciones personales, sin liquidar los prejuicios y las estructuras más arcaicas. Campañas contra el abuso infantil y liberación de las fronteras para el tráfico de niñas y niños de los países semicoloniales a las grandes metrópolis; derechos igualitarios y respeto a la diversidad que integran a ciertos excluidos a la norma, mientras en los márgenes, los que aun permanecerán excluidos siguen siendo víctimas de feroces represiones institucionales y privadas. Si hay mayor grado de libertad sexual para las mujeres, a su lado crece el comercio de la estética, el negocio de la prostitución masculina y el aliento del consumo infinito para la obtención de una imagen de perfección y eterna juventud. Si hay más derechos civiles para los homosexuales, a su lado se multiplican los negocios que incentivan el turismo, el ocio y la diversión gay-friendly basados precisamente en el mantenimiento del “ghetto”. Como señala Daniel Bensaïd en su libro Los irreductibles, “la defensa de la diferencia se reduce entonces a una tolerancia liberal represiva, simple reverso proteccionista de los intereses de los consumidores por asociaciones de la homogeneización del mercado.”
En ese océano de individuos sin individualidad, las relaciones interpersonales se degradan para convertirse en una gran farsa en la cual, como decía Alexandra Kollontai, no hay más que la satisfacción “del individualismo más grosero que caracteriza nuestra época”: el de los sujetos que tratan de huir de la soledad haciéndose creer, mutuamente, que lo son todo para el otro. En el ¿mejor? de los casos, un “individualismo de a dos”, como decía la dirigente bolchevique.
Y por casa, ¿cómo andamos?
¿Las revolucionarias y revolucionarios tenemos algo para decir sobre todo esto? Y además de lo que podríamos decir ¿podemos mostrar otras formas de relaciones interpersonales que, sin estar exentas de desgarrantes contradicciones, también prefiguren lo más libertario, profundo y sensible del futuro que ambicionamos liberado de toda opresión?
La mujer, el Estado y la revolución nos permite asomarnos a esa visión ambiciosa, creativa, rupturista, de vanguardia, de los líderes bolcheviques de hace un siglo atrás y pensar, un siglo después, si los revolucionarios de hoy somos capaces de crear un ámbito de reflexión y construcción de relaciones más libres, comprometidas y diversas que cuestionen la naturalización que hace la sociedad burguesa de la opresión de las mujeres, la discriminación de lesbianas y homosexuales, la marginación de quienes construyen otras formas de relaciones interpersonales que no se amoldan a la pareja heterosexual convencional.
El libro de Wendy Z. Goldman, más allá de ser una minuciosa y recomendable investigación histórica para quienes quieran adentrarse en los aspectos menos conocidos de la Revolución Rusa de 1917 y del proceso de reacción termidoriana del stalinismo, tiene el mérito de provocarnos un cuestionamiento más profundo de nuestras convicciones revolucionarias, para quienes creemos que no sólo de luchas sindicales o democráticas y programa político vivimos los revolucionarios. Los militantes, especialmente los jóvenes, pero también todas aquellas trabajadoras, trabajadores y estudiantes que despiertan a la vida política tienen el desafío de apropiarse de estas ideas libertarias que la revolución obrera despertó hace casi un siglo atrás, para atreverse a tomar el cielo por asalto. |